La valija se encontraba a medio llenar. Arriba de la cama había remeras, camperas, pantalones, buzos y ropa interior por doquier. Andrés se encontraba en la otra cama mirando la nada. Todavía le faltaba mucho por guardar, y no existía nada en el mundo que él odiara más que preparar el equipaje.
Siempre que se tildaba su mente comenzaba a divagar por situaciones y circunstancias de lo más extrañas e inverosímiles: en ese momento se imaginaba un fantástico encuentro entre una chica rubia dotada de la más brillante inteligencia -genéticamente heredada de su eterna madre de ojos grises- y un anciano griego que alguna que otra vez pronunció la inocente y humilde frase ''Sólo sé que no sé nada''; cuando de repente el grito insistente de su padre en pregunta -dirigida a la nada- de dónde había dejado los documentos y la plata, lo sacó de su ensimismamiento, y miró su reloj. Las cuatro de la madrugada. Faltaban tan solo dos horas para que su presencia en la fila del check-in del aeropuerto fuera absolutamente urgente y necesaria. Decidió que tenía que apresurarse a terminar su valija.
Mientras rellenaba el medio-vacío de su bolso lo invadió una creciente ansiedad. La espera había terminado. Tantos meses de pensar ''Vamos a viajar'', finalmente se convertían en un "Estamos comenzando un viaje". La última semana de despedidas, besos, abrazos, frases como "Me voy, los voy a extrañar, las voy a extrañar, te voy a extrañar", ese día estaban pasando a ser un "Me estoy yendo, los estoy extrañando, las estoy extrañando, te estoy extrañando".
Quince días tenían Andrés y su familia por delante. Filas, esperas, películas y comida de avión, aduanas, nervios. Renegar con el equipaje, renegar con el GPS, renegar con la locura de su padre. Dormir en camas con sábanas blancas y bañarse en bañeras. Robar lapiceras y anotadores de hotel. Levantarse temprano, y andar todo el día. Andar en subte, en tren, en colectivo. Idioma distinto y comida distinta. Aprender de historia, arte y cultura en general. Conocer la vida cotidiana extranjera a través de labios ajenos a la argentinidad. Risas y peleas con su hermano. Ser el GPS caminante de la familia. Ser modelo para las fotos de su madre. Alguna que otra foto de perfil. Ser traductor para su padre. Jugar a buscar parecidos conocidos entre tanta gente desconocida. Burlarse de los carteles y la forma de hablar de los lugareños. Enamorarse de chicas que nunca en su vida volvería a ver. Comprar souvenirs -principalmente los imanes para su abuela-. Llegar liquidado al hotel y no querer hacer otra cosa que ver en Facebook qué es de la vida de sus amigos. Hablar con sus informantes habituales. Hablar por teléfono con sus familiares -reiteradamente hace aparición principal la imagen de su abuela-. Ver TV en idiomas inintendibles. Comprar golosinas y gaseosas cuyo sabor nunca probó. Ropa nueva, un libro nuevo. Escapar de la realidad habitual. Sentir que la vida es un sueño. Sumergirse en la tierra de los libros y el cine que tanto lo fascina. Olvidarse de todo lo que merece ser olvidado. No pensar en lo que o quien no merece ser pensado. Extrañar a quien merece ser extrañado. La contradictoria sensación de querer volver y al mismo tiempo desear quedarse a vivir en ese otro lugar. La angustia y tristeza de tener que empacar y volver al aeropuerto. La alegría y ansiedad de saber que el resto de su familia, sus amigos, ella tal vez, están más próximos. Filas, esperas, películas y comida de avión, aduanas, nervios. Caminar por un pasillo. Una puerta automática que se abre y cierra sola, y en cada parpadeo, una que otra cara conocida se alcanza a ver. Abrazos, besos. "Cómo les fue?". Contar miles de veces lo mismo. Repartir regalos. Mostrar las millones de fotos sacadas por la artista de la familia. Imprimirlas. Guardarlas en un álbum. Volver a la realidad y a la rutina.
Después de un largo tiempo, desempolvar ese sagrado libro y contemplar las imágenes que en él se encuentran, fotos para las que en el momento no había ganas de posar, y agradecer eternamente a su madre por ser tan molesta con su hobby. Recordar con una sonrisa de oreja a oreja.
Quince días tenían Andrés y su familia por delante. Pero quince días diferentes. Días que valen la pena recordar. Días que sirven para colorear aquellos días grises. Días que dejan una marca en nuestra psiquis y en nuestro corazón por el resto de los demás días. Días por los que vale la pena vivir.
Cerró la valija y repasó una y otra vez, evitando olividarse de algo. En la cocina, su padre gritaba "Vamos que perdemos el avión, quieren que me de un ataque?''. Tomó la valija y se dirigió arrastrándola hasta la entrada de su habitación, donde se frenó.
- Te voy a extrañar, camita querida. Sin embargo, tampoco tengo tanto apuro en que nos reencontremos.
Quizás a Andrés le faltaban muchas cosas. A lo mejor no era el mejor deportista. Ciertamente era medio inútil y tenía mucha mala suerte en algunos sentidos. Pero podía viajar. Y rogaba que nunca a las caprichosas Moiras se les ocurriera quitarle esa posibilidad de recorrer, asombrarse y conocer. Porque viajar es mejor que leer un buen libro, o ver una buena película, o comer una rica comida; el viajar implica todo eso. Un viaje rehúne todas aquellas simples cosas que alegran nuestra vida y nos hacen estar felices y agradecidos de poder vivirla. Viajar, aviva el alma.
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