martes, 26 de enero de 2016

No siempre son de palomas.

El olor a café le resultaba reconfortante, le activaba las neuronas. Era una costumbre mañanera el juntarse a desayunar con sus dos mejores amigas, en el mismo bar, todos los amaneceres. La cafetería era el lugar en el mundo de Catalina. El ruido de las máquinas, el olor tanto a café como a panadería, el murmullo de la gente, la energía de un nuevo día del ambiente matutino, la ayudaban mucho a poder afrontar cada jornada laboral en el exhaustivo empleo que se llamaba vida. Como siempre, Josefina y Mariana charlaban sin tomar respiro, y Catalina tiraba algún que otro comentario aislado antes de volver a sumergirse en su pasatiempo preferido, mirar a la gente y tratar de imaginarse el  mundo de los demás.
–Qué se yo, Jose, no te estoy mintiendo; mi vecina me comentó eso los otros días y para mí puede ser verdad –decía Mariana a su otra amiga, testaruda.
–No sé, parece medio volado, pero de todas formas, es algo lindo de creer –le respondió dubitativa.
Catalina, que estaba muy concentrada tratando de imaginarse qué problemas podría tener la señora de unos 60 años de la mesa de al lado, que parecía no haber pegado un ojo en toda la noche, decidió volver a la conversación con sus amigas. –¿De qué hablan?
Mariana tomó un sorbo de su cortado y le respondió. –Le contaba a Jose que el lunes estábamos charlando con Malena, la mujer del quinto C, y me dijo que leyó en internet un artículo sobre las plumitas esas blancas que se suelen encontrar por ahí, esas que andan volando –hizo una pausa para tomar otro sorbo de café– y me comentó que se rumorea que encontrarse con esas plumas significa que un ser querido que murió te está acompañando en ese instante.
Catalina rodó los ojos. Sabía lo que implicaba esa conversación. Era el día del año. Sus amigas sabían que detestaba que intentaran ser compasivas con ella, así que siempre buscaban la forma de mostrar su apoyo entablando una charla que indirectamente tratara sobre "eso"; estrategia que Catalina odiaba aún más.
–La verdad me parece una gilada –acotó antes de darle un mordisco a la medialuna–. La gente muere, y punto. Se corta la bocha. Se van, y para siempre.
Mariana y Josefina se miraron incómodas; debido al tono de su amiga, se dieron cuenta que era momento de cambiar de tema de conversación. –¿Así que Juan te invitó a cenar al Cerro, Mari? –propinó Josefina, tratando de aliviar la tensión.
Charlaron un poco más, finalizaron sus desayunos, con gusto a naranja en sus bocas se levantaron de la pequeña mesa, y esquivando diarios erguidos y portafolios apoyados en el piso, se retiraron del café. Catalina llevó a sus amigas a sus respectivos lugares de trabajo, y luego se dirigió al suyo. Era una costumbre que habían adquirido en los últimos meses, la de turnarse cada día para buscar a sus amigas en el auto, ir a desayunar, y luego hacer el delivery de empleadas. Lo mismo se repetía a la vuelta, con una merienda antes de volver a los hogares de cada una.
Fue un día particularmente complicado, porque había mucho trabajo por hacer en la oficina, y Cata se esforzaba a más no poder para desviar sus pensamientos del comentario que había hecho su amiga esa mañana.
Qué idiotez. Que los seres queridos vuelvan en forma de plumas. Si te abandonan, ¿por qué después volverían a cuidarte en forma de pluma? No tiene sentido. Si no les importás en vida, ¿por qué habrías de hacerlo una vez muertos? Qué boludez.
El día lluvioso no ayudaba mucho. Aquella noche no llovía, pero tampoco se veía nada. La niebla tapaba todo. Ella les había rogado que no se fueran esa noche, que esperaran la siguiente. Pero ellos no la escucharon, y se fueron de viaje igual. Era la mañana temprano cuando tocaron el timbre de su casa, y ella, semi-dormida, se había levantado lentamente para poder atender. Un policía en la puerta, con cara de pésame. No escuchó la noticia, porque ya la sabía. Mucha gente asistió al funeral, y se disculparon con ella, pero luego todos desaparecieron. La dejaron sola, con su abuela enferma; que la abandonó tan sólo un año después.
Tenía unos escasos 17 años cuando se descubrió sola ante el mundo. Ya no podía ni sentir el ruido del timbre de su casa, no lo soportaba, se había convertido en el peor sonido que alguna vez existió. Vendió su casa, y se compró un departamento, en otro barrio, bien alejado de su antiguo hogar, y su antigua vida. Nunca se los perdonó. La habían dejado sola, a pesar de que ella les imploró que se quedaran. Se sentía como si fuera un perro, que lo liberan en el campo, que luego de correr un tramo, se gira y cae en la cuenta que sus dueños ya no están estacionados allí. Abandonada y sin rumbo.
–Señorita Martínez, ¿se encuentra bien? –preguntó alguien.
Catalina volvió a la realidad, y vio que su gerente la observaba preocupado. –Eh, sí, por supuesto –mintió. –Estaba concentrada pensando en el informe que le tenía que entregar...
El señor López resopló. –Vamos Catalina, no me mienta. Puede tomarse el resto del día si quiere –y se retiró silbando.
Por un instante consideró la idea de hacer caso omiso al ofrecimiento de su superior, pero luego la descartó. No tenía sentido perder el tiempo en la oficina. Le mandó mensajes a sus amigas disculpándose porque les fallaría para hacer de taxi a la vuelta, y se dirigió al estacionamiento para buscar su auto.
Si bien salió de la oficina con la intención de volver a su departamento, Catalina se encontró manejando por la autopista en dirección al cementerio. No estaba muy segura del momento en que decidió cambiar su destino. Hacía mucho tiempo que había dejado de ir, así que tardó un buen rato en encontrarlo. 
Cuando finalmente lo halló, por un momento pensó que se encontraba cerrado, ya que no había ningún auto estacionado en el parking. Era bastante difícil que a alguien se le ocurriera visitar un cementerio un día de lluvia. Frenó el auto, y se quedó sentada en la butaca, con la mano apoyada sobre la manija, dubitativa. Le dolía la panza. Luego de varios minutos de estar sentada mirando cómo las gotas repiqueteaban en le parabrisas, tomó valor y se bajó del auto.
A pesar de que la última vez que visitó ese lugar, ella era bastante más pequeña, los mausoleos le seguían causando la misma impresión de imponencia y solemnidad. Algunos de los apellidos grabados en piedra le resultaban conocidos, otros no. El cementerio era un lugar que no le agradaba mucho a Catalina, porque le generaba demasiados sentimientos encontrados. Por un lado, nostalgia, al pensar en todas esas personas que habían vivido tanto (o no tanto) tiempo atrás, y hoy ya no estaban, tan sólo quizás en las memorias de sus parientes vivos; tristeza, por el dolor que conlleva perder a los seres queridos; felicidad, por tener la posibilidad de todavía estar viva; ternura, al ver las tumbas que mostraban la visita constante que recibían por parte de quienes extrañaban a los sepultados; bronca, al recordar que sus padres la habían abandonado.
Tras unos minutos de dar vueltas, por fin los encontró. Sus rostros la miraban desde las fotografías en miniatura. Estaban muy serios, y ellos no eran así. No terminaba de descubrir por qué había ido hasta allí; si a culparlos, si a perdonarlos, si a agradecerles porque en cierto modo lo que hicieron, ayudó a forjar la persona que ella era a esa altura de la vida; simplemente, se quedó parada mirándolos, sin hablar, sin rezar, sin colocarles flores.
Ellos habían sido buenos padres, hasta que en los últimos meses de sus vidas, se habían llevado muy mal con Catalina. Y ella había sido muy buena abuela, hasta que en el último año la enfermedad y la depresión habían hecho que se olvidara de ayudar a su nieta. Pero ellos habían sido, ya no eran más. Y la habían dejado sola. Dio media vuelta y se largó de ese lugar, gris, triste, y con gente que en realidad no se encontraba allí.
En el camino de vuelta a casa, la lluvia comenzó a caer con mayor intensidad, al igual que caían las lágrimas por el rostro de Catalina. Iba manejando con la radio apagada, algo muy raro en ella. El silencio y la soledad la inundaban. Empezó a moquear, así que se agachó a buscar unos pañuelos en su cartera. 
Sólo sintió un bocinazo. Y un ruido más fuerte. Confusión. Oscuridad. 

Obviamente te abandonaron, sino, ¿cómo alguien dejaría que te suceda esto?
Vacío.


A duras penas abrió los ojos. Una intensa luz blanca le cegaba la vista. Volvió a cerrarlos. Se sentía el ruido de la máquina que te marca los latidos. Y un fuerte olor a antiséptico le inundaba la nariz. Nariz, que dicho sea de paso, se encontraba saturada de tubos. Le dolía todo.
–Querida, ¿estás despierta? ¡Qué milagro! –exclamó una voz eufórica.
Catalina quería responder, pero no podía. Abrió los ojos lentamente, y vio el rostro de la enfermera, dividido entre la preocupación y el alivio.
–Dejá, no trates de hablar, ya voy a ir a buscar al doctor. ¡No te muevas! –insistió, y luego bajo la vista a la altura del pecho de Catalina– ¡Pero podrá ser! ¿Otra almohada rota? Ya te cambié tres veces de almohada, y te siguen apareciendo estas plumitas blancas encima. ¡Pero si esta ni siquiera es de pluma!
La enfermera estiró el brazo y con su mano recogió tres plumas blancas, impecables. Catalina se emocionó, y con todas las fuerzas que juntó, le tocó la mano a la señora, y dijo: –Está bien, dejalas en su lugar.
El lugar de las plumas era, por supuesto, junto a su corazón.



lunes, 4 de enero de 2016

Amor de verano


I know it's over before she says
I know it falls at the water face
I know it's over, an ocean that waits
For a storm
The sun on snow
Rivers in rain
Crystal ball can foresee a change
And I know it's over, a parting of ways
And it's done

But didn't we have fun?
Don't say it was all a waste
Didn't we have fun?
From the top of the world
The top of the waves
We said forever, forever always
We could have been lost
We would have been saved
Now we're stopping the world, stopping it's spin
Oh come on don't give up
Don't see me give in
Don't say it's over
Don't say we're done
Oh, didn't we have fun?
Oh, didn't we have fun?

I know it's over before she says
Know someone else has taken your place
"I know it's over" Icarus says to the sun
The sword sinks in, lightning strikes
And two force, two forces collide
And fight til it's over, fight til it's done

But didn't we have fun?
Don't say it was all a waste
Didn't we have fun?
From the top of the world
The top of the waves
We said forever, forever always
We could have been lost
We would have been saved
Now we're stopping the world, stopping it's tracks
But nothing's too broken to find a way back
Before it's over, before you run
Ah, didn't we have fun?

Cause you and me
We were always meant to, always meant to
Hey-ey-ey-ey
We were always meant to, always meant to
You and me
We were always meant to, always meant to
Hey-ey-ey-ey

Oh, didn't we have fun?

Oh, didn't we have fun?

But then...
Maybe we could again



jueves, 31 de diciembre de 2015

Como Alicia.

Una vez un profesor muy querido nos enseñó que entre los orígenes de la filosofía se encontraba el asombro, y si mal no recuerdo, muy asociado al mismo se hallaba la contemplación. La verdad me considero una persona muy poco seria como para sostener que mis pensamientos son filosofía, sino que lo que quiero puntualizar es que muchas de mis reflexiones tienen como raíz, siguiendo las palabras de ese señor, al asombro y/o la contemplación. Sin embargo, debo agregar a un tercer integrante: la evasión. 
Soy una persona que disfruta mucho de las actividades que permiten escaparte un poco de la realidad, como leer, escuchar música acostado, ver películas y series, viajar... Me gusta mucho el poder desconectarme de lo cotidiano, y tener la oportunidad de ponerme a reflexionar en ciertas cosas que en el apuro del día a día no tengo ocasión de ponerme a pensar.
Todas estas actividades, sumadas al revolotear de mi mente que las acompaña, me generan un sentimiento en particular, que disfruto en demasía. Esta sensación es la de pequeñez. Un libro, una película, una canción, un viaje, te ayudan muchas veces a escapar del mundo de ahora para volver a caer en él pero tomando dimensión de muchas cosas: de la inmensidad del universo, del transcurso del tiempo, de lo increíble que es la naturaleza, de la innumerable cantidad de personas que viven al mismo tiempo que vos, con sus historias, costumbres y personalidades, de todas las personas que vivieron antes que vos, de las maravillas que lograron y las atrocidades que causaron, de lo impresionante del ser humano en sí y la genialidad de su diseño; de lo que es el amor de un padre, el dolor de una pérdida, el terror de una catástrofe, la dificultad de una enfermedad, el valor de la amistad, y más. El tomar conciencia de estas cosas te abruma por completo, y te hace sentir pequeño, insignificante, impotente. Y yo lo encuentro muy valioso.
Muchos, si leyeran esta entrada, se preguntarían qué es lo útil de sentirse pequeño. La verdad, no lo sé. Pero me parece algo valioso. En nuestro día a día solemos y tendemos a pensar sólo en nosotros (no en sentido puramente egoísta). Nos "agrandamos" y consideramos que "ocupamos más lugar" del que realmente ocupamos. Es decir, solemos mirar la realidad desde una perspectiva en que todo lo que atañe a nuestra esfera personal se ve más grande que aquello que excede el perímetro de nuestra vida cotidiana. Es por eso que el sentimiento de pequeñez me parece positivo. Es bueno, por lo menos de vez en cuando, imponer cierta distancia para mirar la realidad desde otra perspectiva, analizando aquello que en el "de acá para allá" no nos detenemos a contemplar y reflexionar, dejando de sentirnos importantes para darle importancia a lo demás. No viene mal hacerlo a veces, como para equilibrar. Agrandándose y achicándose, como Alicia.

sábado, 27 de junio de 2015

jueves, 2 de abril de 2015

"...en los tiempos actuales, tiempos en donde la totalidad de lo real intenta decidirse por opciones contradictorias, con lo cual la adhesión de una de ellas, implica el rechazo a la otra; como sí, la vocación cibernética de nuestro final de siglo, al desarrollar la suma de las relaciones lógico-matemáticas en códigos binarios, hubiera ya cubierto todo el espectro posible de las relaciones humanas, y por lo cual ellas también tengan que ser calificadas binariamente, dicotómicamente, sin haber lugar para puntos de comunicación entre una y otra de las alternativas. Por el contrario estamos tentados a afirmar, que cuando de las relaciones humanas se trata, la opción que se debe privilegiar es la intermedia entre ambos extremos".
Armando S. Andruet. 

miércoles, 25 de febrero de 2015

El jardín de la melancolía

Una línea intermitente se extiende hacia el horizonte, allá donde al parecer se encontrará con otras dos líneas que corren a su lado. El cielo forma un degradé de colores por encima suyo, comenzando por el celeste a su izquierda e, inexplicablemente -o tal vez naturalmente explicable-, se transforma lentamente en un naranja rojizo hacia la derecha. Generalmente duerme en los viajes en auto, quizás mejor de lo que suele dormir en una cama, pero esta vez le es imposible siquiera cerrar los ojos. Su estómago es un trabajo que resulta imposible hasta para la virgen desatanudos. Su personalidad se destaca por ser de los que son muy ansiosos por llegar, los que de pequeño preguntan "¿Falta mucho?" como si eso pudiese acortar el trayecto, o acelerar el tiempo; pero en esta ocasión todo lo que desea es seguir viendo esas líneas intermitentes, y nada más.
En un momento determinado (o más vale indeterminado), las ruedas comienzan a girar, y el animal de metal que los lleva sobre el lomo se sale de la autopista para ingresar a una ciudad. Él no se encuentra ubicado; si bien visitó incontables veces este lugar, esta vez le resulta completamente desconocido, lo desconcierta. Se frenan ante las luces rojas, avanzan ante las verdes, giran, esquivan motos que llevan gente sin casco, frenan, avanzan, giran, estacionan; pero todo lo que quiere estacionar él es el tiempo.
Baja del auto, ella hace lo mismo, y luego bajan entre los dos al chico, que los mira sin poder comprender a dónde lo están llevando. Cruzan de la calle tomados de la mano, todas sudorosas, y tocan la puerta. Aparece una mujer de rostro amable, que les da la bienvenida y los hace pasar. Adentro flota un olor extraño, como a sopa mezclada con pis y tristeza. La mujer, vestida de blanco, los hace recorrer el lugar. Les muestra los baños, el patio, la sala común. Dibujos cuelgan en las paredes, junto con un almanaque en el que se destacan las efemérides y los cumpleaños. Sillas y mesas abundan, y entre ellas se encuentran dispersos diversos aparatos. Ocupando la escena se encuentran chicos y chicas. Algunos sentados, otros hablando, unos pocos gritando, otros mirando televisión. Unas juegan a las cartas, otros beben yogurt de un vaso de plástico con sorbete; todos son niños, deambulando en su propio mundo.
Se sientan. El chico los mira fijamente, y a pesar de que ninguna palabra coherente sale de su boca, lo que dicen sus ojos es aún más claro. "¿A dónde me trajeron?" cuestionan los iris color marrón. "Te vamos a dejar acá por un rato, pero cuando menos te des cuenta vas a volver a casa" dice ella. Él no responde, porque sabe que es mentira. Existen tres tipos de mentiras: las maliciosas, las piadosas, y las que se dicen cuando ambos saben la verdad. Éstas son las que más duelen, y éstas eran las que se estaban diciendo ahora. Ella sabía que él no iba a volver a casa, pero le dijo que sí lo haría; y el chico también sabía que nunca se iría de allí, pero sin embargo le asintió en respuesta.
El resto de la tarde hubo silencio. El silencio es calma, pero puede ser caótico al mismo tiempo; como un huracán que te destruye sin moverte de tu lugar. ¿Qué significaba? ¿Los estaba culpando? ¿Los entendía? ¿Acaso pasaba algo por ese entramado de neuronas? El corazón le dolía al ver a su chico, pero un dolor muy distinto al que puede sentir un corazón enamorado. ¿En qué momento había caído en ese estado? Ese chico, cuya mano había usado para poder apoyarse y así dar los primeros pasos, que ahora usaba su mano para dar él los suyos. ¿Cómo podía ser? Parecía imposible. Pero lo era. Habían hecho lo que pudieron, para poder mantenerlo en casa, pero la situación ya no daba para más. ¿Estaban tomando la decisión correcta? ¿Estaban traicionando a quien siempre había estado a su lado? El desconcierto era tan grande que era devastador, la situación era asimilable a lo que se siente cuando una ola te toma por desprevenido y te arroja hacia atrás, y uno se levanta medio ahogado y completamente desorientado.
Una chica lo agarra para decirle que tiene lindos ojos, otro pregunta si le pueden abrir la puerta, una a lo lejos pregunta qué hay para comer, y otro lanza gritos sin sentido. ¿Cómo podía ser? Él amaba ver películas de superhéroes, y al observar cómo una pelirroja destruía toda una isla con sólo pensarlo, se decía así mismo "no hay manera de que algún día nuestros cerebros puedan hacer eso"... pero se equivocaba; la mente humana tiene el poder de destruir una vida y arrastrar con todo a su paso, incluida la vida de los demás, sólo que quizás no de la forma en que lo muestran los cómics.
Llega el momento en que deben marcharse, las manos siguen aferradas como si sus vidas dependieran de ello. El chico no quiere quedarse, ellos no quieren irse. La mujer de blanco asegura que el chico va a estar bien, ellas lo van a cuidar; pero, ¿realmente lo van a cuidar? Porque sólo ellos saben cómo cuidarlo... ¿o no? El chico llora, ellos lloran mares. De una forma u otra se separan y ellos emprenden su camino hacia la puerta, caminando entre niños arrugados que pasan sus días en el jardín donde nadie ríe, o los que lo hacen no entienden el motivo. Un jardín donde los juguetes sirven para caminar, donde las comidas carecen de sabor y los yogurts se venden en farmacias; un jardín con un patio que no se usa para jugar, y las mujeres de blanco tienen una paciencia especial. Un jardín donde quienes traen a los miembros lloran más al marchar que quienes se tienen que quedar, y se van con la esperanza de que algún día se los puedan llevar. Sin embargo, saben que eso no va a ocurrir; y a pesar de que la graduación significa que van a seguir creciendo (aún más), suena a un estadio mucho más lindo para poder la ¿vida? ver pasar.

domingo, 2 de marzo de 2014

El tic tac del corazón

Caminás por la calle. Observás detenidamente que mucha gente tiene reloj. ¿Será lindo tener un reloj? Lo debe ser. Ahora, vos también querés tener un reloj. Empezás a buscar en las relojerías. ¡Qué manera de haber relojes! Relojes negros, plateados, blancos. Relojes a aguja y digitales. Relojes caros y baratos. ¡Cuánta variedad! Viste varios que más o menos te gustaron, pero vos no querés un reloj cualquiera; querés un reloj que al verlo pienses "ese tiene que ser mi reloj". Entonces, ansioso, te quedás a la espera de tu reloj. De un día para el otro, las vueltas de la vida te llevan a encontrarte con lo que estabas buscando, o a lo mejor ya no estabas buscando, pero lo encontrás igual y sabés que inconscientemente nunca lo habías dejado de buscar. Es perfecto; y lo mejor es que realmente querés que ese sea tu reloj. Analizás el precio, ¿te lo podés permitir? Hacés el esfuerzo de todas formas. Si tenés suerte, podés comprarlo. Apenas salís del negocio te lo ponés en la mano izquierda. O derecha. ¿Quién es el que decide en qué mano se usan los relojes? Vos lo hacés a tu manera. Qué lindo es tu reloj. Al principio, su uso te genera un poco de incomodidad. Pero qué lindo es tu reloj. No podés sacarle los ojos de encima. ¡Qué feliz estás!

Los segundos, minutos, horas, días, pasan en tu muñeca. Te acostumbrás a tu reloj. ¿Es lindo? Parece que sí. Ya no estás muy seguro si te parece la gran cosa. Pero es tu reloj. Tiene sus rayones. ¡Qué dolor que causaron esas rayas! Pero sobrevivió. En un momento te molestaron, pero ya no las notás. 

Un día se rompe tu reloj. ¡Ya no sirve! Lo llevás a arreglar. Qué raro se siente no tenerlo puesto, ¿no? Sentís un cosquilleo en la muñeca, allí donde tendría que lucirse esplendoroso tu indicador de la hora. ¡Cuánto lo extrañas! Ya está un poco maltrecho, pasó de moda, pero es tu reloj. Qué felicidad te da ir a buscarlo. Pocas cosas son tan emotivas como el reencuentro entre tu muñeca y su protector reloj. Él la proteje, de la suciedad, del sol, del paso inadvertido del tiempo; o mejor dicho, tu reloj hace que tu muñeca le de importancia al tiempo, y que éste no pase porque sí.

Día fatal. Perdés a tu reloj. O se rompe y ya no puede arreglarse. Esta vez el picazón de la muñeca no va a poder aliviarse, porque tu reloj ya no va a volver a enrollarse en ella. Y es incómodo, porque tratás de no pensar en que ya no tenés tu reloj, pero el cosquilleo sigue allí, presente. Sólo con el fluir de la vida el malestar va disminuyendo, poco a poco, aunque no haya momento en que mires tu muñeca y no te imagines a tu reloj informándote la hora, el minuto y el segundo. No hay momento, en el silencio de la noche, en que te acuestes con la mano cerca de tu rostro y no te imagines el tic tac de tu reloj recordándote que el tiempo sigue transcurriendo, que seguís viviendo.

Podés dejar la muñeca libre. O usar pulseras. O comprarte otro reloj. Quizá este también sea tu reloj, pero no se comparará a tu anterior reloj. No en un sentido despectivo, sino simplementé calzará diferente. Porque el uso de relojes es así; podés usar muchos distintos, hasta que pierdas uno que te quite las ganas de volver a usar otro; o podés usar muchos relojes, hasta que encuentres uno que te acompañe adentro de la madera que te lleve a la eternidad, y el reloj seguirá allí, en tu muñeca, hasta que ésta ya no sea muñeca.