miércoles, 5 de septiembre de 2012

Lo contrario de fácil de explicar.


Soy un tipo complicado.
Como soy complicado, me cuesta entenderme.

Quizás, a veces, logro entenderme.
Pero, me gusta más no hacerlo.

Soy un tipo complicado.
Cómo seré de complicado, que me gusta serlo.

La pregunta.

Yo me le acerqué, y fijo la miré; le ofrecí un trago.....
No, no amigos... Este es un post serio. Aunque no lo crean (bah, en realidad ni me conocen), sí, soy una persona seria. Sé que los textos deben tener un orden lógico, deben tener coherencia, un hilo conductor... Pero como soy de los rebeldes y justo en Lengua estamos viendo la técnica ''el fluir del pensamiento'', me voy a correr un poco de mi costumbre de escribir cuentos cortos y voy dejar fluir un poco lo que cruza por esta mente revuelta.
Como verán, el título de este post es ''la pregunta''. La pregunta, algo tan común, tan simple, tan cotidiano. Es definida como una interpelación o petición de algún tipo de información. Pero para mí, la pregunta va más allá de eso... La pregunta es uno de los grandes pilares de nuestras vidas, está presente constantemente, es el motor que hace trabajar al cerebro sin descanso. ¿Cuántas veces hemos maquinado durante minutos, horas, días, buscando la respuesta a algo? Las preguntas son poderosas, las preguntas nos desequilibran, las preguntas nos hacen entrar en crisis. Un simple y ordinario ''¿Cuál?'' nos puede hacer pasar un momento insufrible parados al frente de la heladera de una heladería, con la chica atrás esperando que superemos nuestra pequeña e instantánea crisis existencial que invade a nuestra vida por completo, haciendo desvanecer todo lo demás. Nos olvidamos de nuestros problemas, nuestros recuerdos, nuestros sentimientos, todo. En lo único que se concentra nuestra mente es en elegir qué helado queremos comer. Y nos sentimos desesperados, porque sabemos que necesitamos urgentemente una respuesta. La calma no volverá a nuestro lado a menos que elijamos un estúpido gusto y la heladera nos deje de mirar con cara de culo. (Acá hagamos un pequeño stop. ''La calma no volverá a nuestro lado hasta que la heladera nos deje de mirar con cara de culo''. ¿Por qué? ¿Qué fuerza invisible nos obliga a estar todo el tiempo actuando para los otros? Nosotros dependemos de nosotros, no de lo que los demás pretenden de nosotros. Somos libres, ¿no? Ahora sí volvamos a lo nuestro.) ¿Cuál es la reacción más común? Obviamente, como muy idiotas elegimos un gusto básico, que a lo mejor no es el que más nos gusta, pero sabemos que no le vamos a errar. Dulce de leche, limón, chocolate, el que sea... Pero apuntamos a ese y nos perdemos de comer a lo mejor un buen mascarpone con frutos del bosque o un manzana verde con limón. Pero, de todas maneras, nosotros estamos felices con nuestro dulce de leche. El otro quizás era muy rico, pero nunca se sabe. ¡Miren si nos llegábamos a clavar! Lo admitamos, tenemos miedo al fracaso, a la desaprobación, al ''qué dirán''. Mirenme, acá, escribiendo, que es lo que más me gusta, escondido ridículamente atrás de un pseudónimo porque tengo miedo de que a la gente no le guste lo que escribo. Que le parezca patético. Que se ría. Que me diga que no sirvo como escritor. Y este terror agónico que tenemos al fracaso, o por lo menos yo, es lo que nos genera tanta angustia al momento exacto en que por nuestro cerebro cruza tranquilamente caminando una pregunta cualquiera, porque tememos a no dar con la respuesta adecuada, o a la que todos consideran adecuada. Veamos mi ejemplo: la pregunta ''¿Quién?''. ¿Quién quiero ser? Soy un hombre de preguntas. Un hombre de preguntas que le gusta demostrar lo que le generan esas preguntas. Un hombre que quiere ayudar al mundo o a tan solo una persona con esas preguntas. Un abogado, un periodista, un criminólogo, un filósofo, un escritor, un director de cine. ''¿Dónde?'' ¿Dónde quiero ser? ¿En mi pueblo, en una ciudad, en otro país, entre varios lugares al mismo tiempo? ''¿Cuándo quiero ser? ¿Por qué quiero ser? ¿Para qué quiero ser? ¿Para quién quiero ser?''
A todo esto, estamos hablando mucho sobre el ser, pero... ¿Soy? Y si soy, ¿qué soy?
Mi problema esencial es que paso mucho tiempo buscando respuestas. Mi pasión es buscar respuestas. Pero cuando siento que estoy llegando a ellas, cuando alguien me dice ''caliente'', me acobardo, porque no sé si estoy seguro de ser capaz de afrontarlas. Y me alejo. Y vuelvo a preguntar.


sábado, 11 de agosto de 2012

Cuatro hojas de trébol. (2)

Sonó el despertador. Mateo lo apagó con los ojos cerrados. Pensaba en seguir durmiendo pero se tenía que levantar a estudiar. De tantas cosas por hacer, el día anterior no había podido tocar nada de Filosofía y ese día tenían prueba. Y Filosofía no era una materia para llevarse. Abrió los ojos. El reloj marcaba las 5. Se levantó pachorrosamente y se fue a la cocina a estudiar.
A las 5.45 ya consideraba que sabía bastante bien todo, por lo que decidió echarse una mini siesta antes de ir al cole, total tenía tiempo. El sueño lo estaba matando.
*  *  *
-Che, Mate, ¿te quedaste dormido? ¡Levantate que tenés que ir al cole!
Mateo se levantó de un salto. Miró el reloj. 7.30. ¡Mierda! Siempre se quedaba dormido. Se levantó lo más rápido que pudo, se vistió así nomás, agarró un bizcocho que encontró en la alacena y salió corriendo camino a la escuela. Obviamente, llegó tarde. Sus faltas se habían acumulado y una reincorporación se asomaba lentamente. Entró al aula, pidió permiso y se fue a sentar.
Era una mañana común y corriente, nada más que tenía la adrenalina de la prueba de Filosofía. En todos los recreos se sentaba en el pasillo a repasar. ''Ojalá que no me toque la prueba más difícil'' pensaba, ya que debido a su mala suerte era mucho pedir que le tocara la fácil. Ah sí, el profesor hacía algunas pruebas iguales para los chicos, y también hacía una prueba más difícil y otra más fácil, para agregarle interés al proceso evaluativo.
Llegó la última hora, y con ella el terror de los alumnos de sexto. La prueba. Se sentaron todos separados en la galería del colegio y el profesor fue repartiendo una a una las pruebas a sus alumnos. Cuando llegó al lado de Mateo, se frenó un rato y le entregó la fotocopia con una media sonrisa. Mateo, imaginándose el motivo de esa sonrisa, tomó la hoja con las manos temblorosas y leyó. ''Evaluación parcial de Filosofía. Tema: VAS A PARIR CHANCHITOS''. A Mateo se le cayó el alma a los pies. Definitivamente tenía mala suerte, mucha mala suerte. Se puso a leer las consignas y empezó a trabajar. A los 10 minutos, Francisco, el idiota ricachón del curso se levantó con aire importante y fue lentamente a darle la prueba al profe. Seguramente había pagado para que le toque la más fácil.
Al fin y al cabo le fue bastante bien, había estudiado mucho. Siempre lo hacía, porque quería conseguir de esta forma el futuro que a sus padres les costaba brindarle.
Ese día salió a las 12. Apurado, corrió al super a comprar ingredientes para cocinarle algo a sus hermanos ya que sus padres trabajaban hasta tarde. Llegó a su casa a eso de las 12.50, y rápidamente cocinó unas milanesas para que sus hermanos se pudieran marchar al colegio.
Una vez que sus hermanos partieron, Mateo se cambió de ropas y se dirigió a la obra en construcción en la cual estaba trabajando como albañil para reunir fondos para ir a la Universidad al año siguiente. Terminó a eso de las 5, volvió a su casa a bañarse y se fue al banco a cobrar.
Ese banco era un infierno, ya que era el único que abría la tarde. La cola era infinita. Mientras Mateo se acomodaba en el final de ésta, vio como Francisco y su padre entraban por la puerta y un policía los hacía pasar a un cajero. A veces envidiaba mucho a ese chico.
Luego de una hora eterna de cola, Mateo llegó al cajero. Cuando entregó el cheque al empleado, éste lo miró con cara extraña. Revisó el cheque, una, dos veces, y se lo devolvió. Por no sé qué problema el cheque era inválido, y tenía que volver al día siguiente. A Mateo le dieron ganas de empezar a gritarle a la gente. Como no ganaba nada con eso, salió resignado del banco y se fue a encontrarse con su novia Paola. Estaba enamorado de esa chica desde primer año y nunca había tenido el valor de decírselo. Ese año, luego de juntar mucho valor se lo había confesado, y tras remar bastante tiempo finalmente había logrado ponerse de novio con ella. Muchos estaban con una chica diferente cada fin de semana, pero a él solamente le importaba la chica de cabello castaño lacio y esos enormes ojos verdes que en ese momento lo miraba desde la hamaca de la plaza.
Pasó una hora con ella, la acompañó a su casa y luego emprendió viaje a su práctica de basquet, a la cual, como no era de extrañar, llegó tarde. Tuvo que correr y hacer más abdominales y flexiones que sus compañeros. Trató de esforzarse al máximo y al final consiguió su lugar en el plantel para el juego del domingo.
Volvió caminando cansado a su casa, y llegó a eso de las 9.30. Cuando estaba por abrir la puerta de su hogar vio algo verde a sus pies que le llamó la atención. Eran dos tréboles de 3 hojas. Los alzó y se los metió en el bolsillo.
Esa noche se bañó, ayudó a sus hermanos con las tareas, hizo las suyas, cenó con su familia, lavó los platos y se fue a dormir. Cuando entró a su habitación -que compartía con sus hermanos- se encontró con los dos tréboles de 3 hojas. Una idea iluminó su mente. Cortó una hoja de uno de los tréboles, y le pegó con cinta dos hojas del otro trébol. Había formado un trébol de 4 hojas. Pensó en todo lo que él, apenas un chico de 18 años, podía lograr por sí mismo.
-¿Quién dijo que yo no tengo buena suerte?
Sonrió a su trébol encintado y lo guardó en la mesita de luz.

martes, 22 de mayo de 2012

Trébol de cuatro hojas.

Sonó el despertador. Tirando un par de manotazos al azar, Francisco lo pudo apagar. Eran las 5.30 de la madrugada, el muy idiota no se había dado cuenta de cambiar la hora de la alarma y había dejado la que había usado el día anterior para levantarse a estudiar. Como todavía faltaba rato para tener que levantarse se volvió a dormir.
*  *  *
-Che Fran, ¿te olvidaste de poner el despertador?
Francisco se levantó de un salto. Miró la hora en su celular. 6.50. Suspiró, aliviado; estaba con tiempo de sobra para preparase para ir al cole. Se levantó, se cambió, bajó a la cocina donde un desayuno imperial lo estaba esperando, preparado por su mucama; comió hasta llenarse, se cepilló los dientes, preparó su mochila y se fue al colegio en su auto propio. Llegó demasiado temprano así que dejó sus útiles en el aula y se fue a charlar con sus amigos a la galería.
La mañana transcurrió normal. Lo único diferente de ese día escolar era la prueba de Filosofía. Eran pruebas super difíciles y el profesor además, por diversión, hacía dos pruebas distintas a las otras, una más fácil y otra más complicada; a éstas las mezclaba y le tocaban al que le tocara; así de simple, al azar, a la suerte. Francisco no había estudiado porque estaba confiado en que le iba a tocar la prueba fácil, y en caso de que no le ocurriera seguramente el profesor le iba a hacer gancho y le iba a poner una buena nota, al fin y al cabo todos hacían lo mismo. Se preguntarán por qué, y la respuesta es simple: el padre de Francisco era el hombre más rico de toda la zona, y además de eso tenía bastante poder político. Su familia era propietaria de una empresa petrolera y de la mayoría de los campos y negocios que daban trabajo a mucha gente de esa región. Por eso todo el mundo era bueno con él, lo trataban bien y demás. A veces se sentía triste porque no sabía si la gente era de esa manera con él por su padre o porque él les caía bien, pero más allá de eso admitía que su vida era mucho más fácil gracias a su apellido. La cuestión era que no había estudiado nada de Filosofía, pero sabía que le iba a ir bien.
Llegó la hora de la prueba, y como Francisco había predicho, le tocó la más fácil. Tenía que desarrollar un par de conceptos pavos, así que guitarreó la mayoría de la evaluación. Tenía un 8 o un 9 asegurado. Terminó, se levantó y fue caminando entre todos sus compañeros -que estaban concentradísimos en sus pruebas- preguntándose a quién le habría tocado la prueba más difícil. Llegó a donde estaba el profe y le entregó la hoja con aire satisfecho. En realidad ni siquiera sabía para qué iba al colegio, si tenía el futuro servido en bandeja por su papá.
Ese día salía a las 12. Llegó a su casa y se sentó a ver tele mientras Marta, la mucama, le hacía de comer. Esta vez lo deleitó con un pollo con salsa de cuatro quesos, acompañado con puré y verduras al horno. Finalizada la comida, se retiró a su habitación y se echó en su cama de dos plazas a dormir una buena siesta. 
*  *  *
Eran las 5 de la tarde. Francisco iba en su auto acompañado por su padre. Se dirigían al banco, a cobrar el premio de la lotería con el cual iban a pagar el viaje a Bariloche. Era un banco muy concurrido ya que abría por la tarde. Cuando llegaron, se encontraron con un mar de gente. Las filas eran interminables. Igual eso no era problema para el padre de Francisco, que llamó a un guardia y en seguida estaban siendo atendidos en una ventanilla.
Al salir del banco, llevó a su padre de nuevo a la empresa familiar y fue a encontrarse con Paulina, una chica de 5° año con la que había empezado a salir el fin de semana anterior. Bah, ''salir''. Hasta que se aburriera y consiguiera otra. A Francisco no le costaba mucho conseguir chicas, ya que era bastante fachero y sumado a quién era, las chicas prácticamente lo buscaban a él. Estuvo con ella hasta aproximadamente las 7 y algo, momento en que la llevó a su casa y se fue a su práctica de basquet. Ese día no hizo mucho, se sentía cansado y además siempre lo ponían en el plantel. 
Llegó a su casa a eso de las 9, bajó del auto y al hacerlo miró hacia el piso y vio algo que le llamó la atención. Se había caído un trébol de cuatro hojas de su bolsillo. Extrañado, lo alzó y se lo llevó adentro.
Se bañó, hizo sus tareas, cenó y se fue a dormir. Cuando entró a su pieza vio que el trébol estaba arriba de su almohada.
''Sí, definitivamente tengo buena suerte'', pensó, y guardó el trébol en su mesita de luz.

jueves, 1 de marzo de 2012

Please mind the gap...

Llovía a cántaros. Samuel se acomodó la capucha para que no se mojase tanto el pelo ni los auriculares del Ipod. El frío le congelaba las venas. No podía creer que a principios de Marzo el clima fuera tan desastroso. Llegó a su casa y se metió rápidamente. Una vez dentro, se encontró con ese ambiente ''nariz parada'' que tanto odiaba. Sí, Samuel era rico. Muy. Demasiado. Y sus padres eran asquerosamente fifís. Tanto que le habían puesto Samuel de nombre para poder decirle Sam, como si fueran yankees que vivían en Beverly Hills o algo así. Obviamente él detestaba eso. De hecho, aceptaba las comodidades con las que vivía y amaba viajar, pero por el resto odiaba la vida de millonario. Odiaba a sus estúpidos compañeros de escuela privada, odiaba a las patéticas amigas de su madre, a los ridículos viejos soberbios que eran colegas de su padre... Nunca había sido feliz a pesar de tener todo. Su relación con sus padres era prácticamente nula, éstos solo se aseguraban de que Samuel honrara a la familia y el resto, es decir, las verdaderas obligaciones de ser padres, las cubrían con dinero. Sam quería pasar un rato con su familia, y a cambio recibía dinero para ir a comprarse ropa. Tenía una discusión con su padre, y para que lo perdonara recibía un auto. Y así. No hace falta aclarar que de esa manera sólo lograban que su hijo los odiara más. Si existía alguien o algo que hiciera que la vida de Sam no fuera un calvario, aquellos eran Tomás y Maxi, su hermano y su perro (como se habrán imaginado, para los padres de Samuel eran Tom y Max). Ellos ayudaban a que su vida no diera tanto asco como en realidad lo hacía. Sin embargo, la escasa felicidad que habitaba en el corazón de Sam se había evaporado un año atrás. La empresa de su padre había comenzado a andar mal por lo que éste llegaba todos los días malhumorado a casa. Así comenzaron las peleas con su madre, que terminaron en golpizas. Y de esta manera Tomi había entrado al camino de las drogas. Y así fue como la muerte le había quitado a Sam lo más importante de su miserable existencia. Su padre se volvió alcohólico y su madre los abandonó a los dos meses de la muerte de Tomás. Ya no existían días soleados para Samuel, ya que su corazón se veía envuelto por nubes grises.
De repente, un sonido extraño sacó al joven de sus pensamientos. Parecía un llanto ahogado. Un llanto de perro. El alma se le cayó a los pies.
Comenzó a correr por toda la casa. Sintió otra vez el llanto. Parecía venir del living. Corrió hacia la puerta y la abrió de un tirón.
- Maxi -dijo con la voz entrecortada. Su padre se hallaba tirado en el sillón, al frente de la chimenea, borracho obviamente. Una fogata iluminaba la sala. Algo brillaba con luz plateada en manos de su padre. Una pistola.
- ¡PAPÁ! PAPÁ, ¿QUÉ CARAJO HICISTE? - le gritó, y se tiró para abrazar a su perro.
- Hijo, disculpame, pero me había cansado... No te esfuerces, el tiro se lo pegué antes de que llegaras así que ya se debe estar por morir...
Y se empezó a reír. La furia creció en el pecho de Sam. Se paró, se acercó a su padre y le pegó en la cara. Sangre saltó de su nariz. Perfecto, a lo mejor se la había roto.
- ¿ESTÁS LOCO? ¡LO MATASTE! Tomi se murió por tu culpa, mamá se fue por tu culpa, mataste al único miembro de la familia que me quedaba, ¿y para colmo te me reís en la cara? Esto es mucho, viejo. Me voy de casa. No te molestes en buscarme.
Salió de la habitación y se dirigió al cuarto de su padre. Abrió la caja fuerte y le sacó todo el dinero. Tomó sus documentos, un par de ropas y metió todo en la mochila. Bajó corriendo las escaleras y se fue. Afuera, en la lluvia, pudo sentir a su padre llamándolo a gritos desde el living. No le importó.
                                                                                   
Sam lloró durante todo el viaje. No le importaba qué podía llegar a pensar el hombre que viajaba a su lado. Había tratado de ser fuerte, pero ya no podía más. No había muchas vueltas que darle, estaba solo. Su vida era una mierda. Lo único que agradecía era tener los 18 ya cumplidos, lo que le permitía salir del país sin permiso.
El vuelo a Londres fue bastante largo, por lo que Sam se podría haber echado una siesta, pero había una voz que constantemente lo torturaba recordándole sus desgracias y le impedía dormir. Lo único que él quería era callar esa voz. Eso y aliviar el dolor que le apretaba el corazón.
Casi como un zombie, caminando sin darse cuenta a dónde se dirigía, se encontró en el metro de Londres. Supuso que tenía sólo un destino en mente. Se sentó en el primer asiento que encontró, mientras sonaban las alarmas del tren, se escuchaba la famosa frase ''Mind the gap...'', luego ''Doors closing'' y el estrépito con el que las puertas se cerraban. El tren arrancó.
Samuel tenía prácticamente la mente en blanco, iba simplemente sentado en el metro sin pensar en nada. Ni siquiera se dio cuenta que una chica se había sentado a su lado luego de la segunda parada hasta que sintió que le hablaban.
- ¿Estás bien? Parecés un zombie- dijo una voz dulce con un acento inglés muy marcado.
Sam se giró. Él entendía perfectamente lo que le decían, ya que sabía inglés debido a su escuela bilingüe y sus viajes hechos.
- Digamos que así es exactamente como me siento.
La chica rió. Su sonrisa era sorprendentemente blanca, aunque parecía amarga. Era muy linda. Era de unos 17, rubia y de ojos grises. Si Sam hubiera tenido el corazón en alguna parte, hubiera estado latiendo con fuerza. Pero ya ni siquiera sabía si podía sentir algo.
- Uh, que feo. ¿Se puede saber qué anda pasando?
El estómago de Sam se revolvió. Sentía como el poco color que tenía estaba abandonando su cara. Los recuerdos nuevamente llenaron su mente. Y, otra vez como si fuera un zombie, lo largó.
- Soy un maldito millonario que no tiene amigos; mi hermano se murió hace un año por culpa de las drogas, mi madre me abandonó, y mi perro fue asesinado por mi padre alcohólico. Digamos que soy un chico de 18 años que anda solo por el mundo, sin familia ni amigos. Sin nadie que se preocupe por mí. Eso, básicamente.
La chica no se inmutó. - Supongo que lo siento. ¿Cómo te llamás?- le preguntó.
- Sam, ¿vos?
- Sophie.
- Lindo nombre - respondió, inexpresivo.
- Gracias. ¿Y ahora a dónde vas?
- ¿Me creés si te digo que pienso suicidarme?- era simple, no le encontraba otra solución al dolor.
- Lamentablemente, sí.
Su respuesta sorprendió a Samuel. - ¿No pensás frenarme o algo?
Ella suspiró. - No, no suelo meterme en la vida de los demás. Además, vos tenés motivos. Seguramente después de esta vida te espera algo mejor.
Sam estaba completamente incrédulo. Se esperaba que le dijeran muchas cosas pero no eso. La ''mujer del metro'', como le gustaba llamarla, anunciaba la próxima parada.
- Creo que ésta es la mía.- dijo, y se paró.
Se acercó a las puertas. Cuando estaba por salir, sintió que Sophie lo llamaba.
- Ey, Sam. Al final de todos los túneles siempre está la luz, ¿sabés?
Sam no supo qué quiso decir con eso así que asintió y salió del tren.
Londres era su lugar favorito en el mundo. De todos los lugares que había conocido, ése era el mejor. Tenía algo que le fascinaba, y no sabía decir bien qué era eso. Cuando salió finalmente del metro, subió una escalera y se encontró con la Torre de Londres. Su destino estaba justo detrás. Caminó un rato y finalmente se encontró parado en el Puente de Londres, uno de los símbolos de la ciudad. Había comenzado a llover. Qué raro.
Se acercó lentamente al borde. El Támesis lo esperaba debajo. Siempre había dicho que cuando muriera quería que lo cremaran y esparcieran sus cenizas por toda la ciudad, pero parecía que iba a tener que conformarse con hundirse en las aguas de ese río tan famoso. Se trepó a la baranda. Cerró los ojos. La lluvia le golpeaba la cara.
- ¡SAM!
Abrió los ojos nuevamente. Sophie se acercaba corriendo por su derecha. Se frenó a unos pasos de él.
- Sam, por favor, por favor, no te tires- dijo con la voz entrecortada por la agitación.
- Sophie, ¿qué hacés acá?
- En serio Sam, ¡no te tires! No tiene sentido.
- ¿Qué decís? ¿Qué no tiene sentido? Menos sentido tiene vivir en un mundo tan grande solo, sin nadie que te cuide, que te ame, sin nadie que vaya a llorar tu muerte...
- Sam, en serio, por favor. No lo hagas. Por mí. Yo voy a llorar tu muerte. Si vos te tirás, yo también lo hago.- y se trepó a la baranda.
- Sophie, bajate ya.
- En serio, ¡eh! En serio, te juro que mi vida también da asco, es más, también pensaba suicidarme... Pero después de hablar con vos me di cuenta de que mis problemas son estupideces al lado de los tuyos, de los cuales no tiene sentido amargarse; y de que tanto yo como vos nos merecemos vivir más allá de los problemas que tengamos, porque por lo poco que te conozco, siento que vos vales mucho Sam, nada más que tuviste mala suerte en la vida. Eso no quiere decir que tengas que terminarla. Al final de todos los túneles está la luz, Sam. Éste es tu túnel. Tenés que seguir hasta que encuentres la luz.
Sam ya había vuelto a pararse en el puente, y se acercaba lentamente a la chica que tenía frente a él. Sus ojos eran como los de la tormenta que en ese momento los estaba empapando.
- Vamos Sophie, dame la mano.
- Prometeme que vas a seguir hasta que encuentres la luz.
- No puedo prometerte nada...
- Entonces salto - la verdad se leía en sus ojos - Vamos, ¡prometelo!
Sam se quedó callado, con su mano extendida. Y Sophie se soltó.
- ¡Sophie!
Corrió el corto trecho que le quedaba y se estiró. Gracias a los dioses logró agarrarla. Luego de forcejear un rato, pudo subirla. Los dos cayeron hacia atrás, juntos. La boca de Sophie estaba a milímetros de la de Sam. Su respiración agitada lo inundaba. Ahora sí que le latía el corazón.
- ¿Me lo prometés? - le susurró.
- No tengo que seguir por el túnel, Sophie. Ya llegué a la luz.

sábado, 7 de enero de 2012

Portfolio I

El pan estaba duro y rancio. Lo dejó en la mesa. Julio era el peor mes de todos, el más caluroso. Se puso a dar vueltas por la casa. Estaba aburrido, odiaba que sus padres lo obligaran a cuidar a sus hermanos mientras ellos iban a trabajar. Jean Baptiste era el mayor de 3, tenía 17 años. Durante la época de clases podía asistir a ellas, gracias a que un maestro jubilado las daba en su hogar, a la vuelta de donde la familia del joven vivía. Pero en vacaciones, su madre aprovechaba del tiempo libre de su hijo para salir a trabajar, por lo que él tenía que cuidar a Marie y Claude. Se dirigió al espejo y se dedicó a sacarse granos. Maldita adolescencia.
BUM. 
Jean Baptiste se había quedado helado frente al espejo. Rápidamente, se dirigió a la habitación de sus padres y buscó en los armarios, sacó las dos pistolas que pertenecían a su padre y el bolsito con las municiones. Ese sonido había sido un cañón, estaba seguro. Sus padres iban a matarlo cuando volviera, sobre todo por abandonar a sus hermanos y tomar sus armas. Rezó por ellos. Había cosas más importantes por hacer. Corrió y salió a la calle. Miró hacia todos lados y divisó una columna de humo que se erguía cerca de Notre-Dame. Guardó sus armas en el bolso y se echó a correr.
Cerca de la iglesia, las calles eran un caos. Gente corriendo por todos lados, se sentían el ruido de armas... Se detuvo a preguntarle a una señora qué había ocurrido, y ella le contó que el rey Carlos X había suspendido el Parlamento.
La furia y la ira flamearon en el corazón de Jean. El teatro, los diarios, los panfletos, todos tenían razón. Maldito absolutismo. El pueblo francés merecía algo mejor. Siguió corriendo.
Calles más adelante se encontró con el escenario principal del revuelo: burgueses, obreros, algunos soldados, adultos y jóvenes, se hallaban combatiendo contra las fuerzas del Rey. Jean Baptiste sacó sus armas, las cargó y se adentró en la multitud.
Es difícil explicar con exactitud lo que pasó a continuación. Todo era muy borroso. El chico se había dejado dominar por sus instintos. Disparar, ocultarse, cargar, disparar, esquivar, golpear, ocultarse, cargar. Y así sucesivamente. Todo sucedía muy rápido, no podía distinguir mucho. No sabía si iban ganando o perdiendo, él continuaba disparando a todo soldado del Rey que se entrecruzara en su camino. Estuvo a punto de ser herido en varias ocasiones. No quería ver quiénes eran los que caían, aunque en un par de momentos divisó a su panadero, o un contador de buen renombre, muertos en el suelo. Todos estaban peleando allí.
Sin darse cuenta cómo, en un momento la batalla comenzó a cesar. Y en ese instante pasó algo bastante extraño. Entre la multitud, apareció una bandera como la que habían utilizado en la Revolución de 1789, de color azul, blanca y roja. Su portadora era una mujer, que llevaba un vestido amarillo y un arma. Se dirigió corriendo hacia un montículo formado por muertos y heridos, y los miró a todos.
- ¡Hermanos!
Su voz era estridente, inspiradora y hermosa a la vez.
- ¡Hermanos! ¡Han estado luchado con honor, pasión y gloria!
Mientras la mujer hablaba, todos se preguntaban quién era, cosa que nadie sabía responder. Jean Baptiste fue caminando entre la multitud, llegando poco a poco al frente de la mujer. Su voz lo había hipnotizado, le había alimentado el alma con esperanza, le estaba dando fuerzas para seguir luchando.
-...esta lucha sí tiene sentido, no como otras en las que nos han embaucado, guerras tontas y necias; esta lucha tiene sentido porque es una pelea de Francia y por Francia! Pero no la Francia que nos representa, sino por la verdadera Francia, por nosotros, ¡por el pueblo! Todavía hay mucho por hacer, así que ¡a seguir luchando! ¡Liberté, igualité y fraternité!
La mujer giró y elevó la bandera hacia adelante, como guiando a la multitud, quienes levantaron sus armas y gritaron al compás de la mujer.


Las barricadas continuaron unos días, finalizando cuando derrocaron al Rey Carlos X y con el ascenso de Luis Felipe de Orleans al trono.


Jean Baptiste sobrevivió, y volvió con su familia. Sus padres lo reprocharon y lloraron cuando lo vieron, pero lo felicitaron y se sintieron muy orgullosos de él.


A la mujer no se la vio nunca más, aunque unos obreros encontraron su bandera clavada en los Champ de Mars, la cual pasó a ser la bandera nacional de Francia. Hay quienes dicen que aún en estos días, cuando el pueblo francés está por afrontar una batalla, se siente en las lejanías los gritos de una mujer citando el lema de la Revolución Francesa.

La libertad guiando al pueblo - Eugéne Delacroix

jueves, 5 de enero de 2012

¿

Quién soy? Eso no es lo que importa. Lo que importa es lo que escribo. ¿Pero importa? No me importa, lo escribo igual. ¿A quién le importa? A mí. ¿Y quién soy? No importa.