miércoles, 25 de febrero de 2015

El jardín de la melancolía

Una línea intermitente se extiende hacia el horizonte, allá donde al parecer se encontrará con otras dos líneas que corren a su lado. El cielo forma un degradé de colores por encima suyo, comenzando por el celeste a su izquierda e, inexplicablemente -o tal vez naturalmente explicable-, se transforma lentamente en un naranja rojizo hacia la derecha. Generalmente duerme en los viajes en auto, quizás mejor de lo que suele dormir en una cama, pero esta vez le es imposible siquiera cerrar los ojos. Su estómago es un trabajo que resulta imposible hasta para la virgen desatanudos. Su personalidad se destaca por ser de los que son muy ansiosos por llegar, los que de pequeño preguntan "¿Falta mucho?" como si eso pudiese acortar el trayecto, o acelerar el tiempo; pero en esta ocasión todo lo que desea es seguir viendo esas líneas intermitentes, y nada más.
En un momento determinado (o más vale indeterminado), las ruedas comienzan a girar, y el animal de metal que los lleva sobre el lomo se sale de la autopista para ingresar a una ciudad. Él no se encuentra ubicado; si bien visitó incontables veces este lugar, esta vez le resulta completamente desconocido, lo desconcierta. Se frenan ante las luces rojas, avanzan ante las verdes, giran, esquivan motos que llevan gente sin casco, frenan, avanzan, giran, estacionan; pero todo lo que quiere estacionar él es el tiempo.
Baja del auto, ella hace lo mismo, y luego bajan entre los dos al chico, que los mira sin poder comprender a dónde lo están llevando. Cruzan de la calle tomados de la mano, todas sudorosas, y tocan la puerta. Aparece una mujer de rostro amable, que les da la bienvenida y los hace pasar. Adentro flota un olor extraño, como a sopa mezclada con pis y tristeza. La mujer, vestida de blanco, los hace recorrer el lugar. Les muestra los baños, el patio, la sala común. Dibujos cuelgan en las paredes, junto con un almanaque en el que se destacan las efemérides y los cumpleaños. Sillas y mesas abundan, y entre ellas se encuentran dispersos diversos aparatos. Ocupando la escena se encuentran chicos y chicas. Algunos sentados, otros hablando, unos pocos gritando, otros mirando televisión. Unas juegan a las cartas, otros beben yogurt de un vaso de plástico con sorbete; todos son niños, deambulando en su propio mundo.
Se sientan. El chico los mira fijamente, y a pesar de que ninguna palabra coherente sale de su boca, lo que dicen sus ojos es aún más claro. "¿A dónde me trajeron?" cuestionan los iris color marrón. "Te vamos a dejar acá por un rato, pero cuando menos te des cuenta vas a volver a casa" dice ella. Él no responde, porque sabe que es mentira. Existen tres tipos de mentiras: las maliciosas, las piadosas, y las que se dicen cuando ambos saben la verdad. Éstas son las que más duelen, y éstas eran las que se estaban diciendo ahora. Ella sabía que él no iba a volver a casa, pero le dijo que sí lo haría; y el chico también sabía que nunca se iría de allí, pero sin embargo le asintió en respuesta.
El resto de la tarde hubo silencio. El silencio es calma, pero puede ser caótico al mismo tiempo; como un huracán que te destruye sin moverte de tu lugar. ¿Qué significaba? ¿Los estaba culpando? ¿Los entendía? ¿Acaso pasaba algo por ese entramado de neuronas? El corazón le dolía al ver a su chico, pero un dolor muy distinto al que puede sentir un corazón enamorado. ¿En qué momento había caído en ese estado? Ese chico, cuya mano había usado para poder apoyarse y así dar los primeros pasos, que ahora usaba su mano para dar él los suyos. ¿Cómo podía ser? Parecía imposible. Pero lo era. Habían hecho lo que pudieron, para poder mantenerlo en casa, pero la situación ya no daba para más. ¿Estaban tomando la decisión correcta? ¿Estaban traicionando a quien siempre había estado a su lado? El desconcierto era tan grande que era devastador, la situación era asimilable a lo que se siente cuando una ola te toma por desprevenido y te arroja hacia atrás, y uno se levanta medio ahogado y completamente desorientado.
Una chica lo agarra para decirle que tiene lindos ojos, otro pregunta si le pueden abrir la puerta, una a lo lejos pregunta qué hay para comer, y otro lanza gritos sin sentido. ¿Cómo podía ser? Él amaba ver películas de superhéroes, y al observar cómo una pelirroja destruía toda una isla con sólo pensarlo, se decía así mismo "no hay manera de que algún día nuestros cerebros puedan hacer eso"... pero se equivocaba; la mente humana tiene el poder de destruir una vida y arrastrar con todo a su paso, incluida la vida de los demás, sólo que quizás no de la forma en que lo muestran los cómics.
Llega el momento en que deben marcharse, las manos siguen aferradas como si sus vidas dependieran de ello. El chico no quiere quedarse, ellos no quieren irse. La mujer de blanco asegura que el chico va a estar bien, ellas lo van a cuidar; pero, ¿realmente lo van a cuidar? Porque sólo ellos saben cómo cuidarlo... ¿o no? El chico llora, ellos lloran mares. De una forma u otra se separan y ellos emprenden su camino hacia la puerta, caminando entre niños arrugados que pasan sus días en el jardín donde nadie ríe, o los que lo hacen no entienden el motivo. Un jardín donde los juguetes sirven para caminar, donde las comidas carecen de sabor y los yogurts se venden en farmacias; un jardín con un patio que no se usa para jugar, y las mujeres de blanco tienen una paciencia especial. Un jardín donde quienes traen a los miembros lloran más al marchar que quienes se tienen que quedar, y se van con la esperanza de que algún día se los puedan llevar. Sin embargo, saben que eso no va a ocurrir; y a pesar de que la graduación significa que van a seguir creciendo (aún más), suena a un estadio mucho más lindo para poder la ¿vida? ver pasar.