BUM.
Jean Baptiste se había quedado helado frente al espejo. Rápidamente, se dirigió a la habitación de sus padres y buscó en los armarios, sacó las dos pistolas que pertenecían a su padre y el bolsito con las municiones. Ese sonido había sido un cañón, estaba seguro. Sus padres iban a matarlo cuando volviera, sobre todo por abandonar a sus hermanos y tomar sus armas. Rezó por ellos. Había cosas más importantes por hacer. Corrió y salió a la calle. Miró hacia todos lados y divisó una columna de humo que se erguía cerca de Notre-Dame. Guardó sus armas en el bolso y se echó a correr.
Cerca de la iglesia, las calles eran un caos. Gente corriendo por todos lados, se sentían el ruido de armas... Se detuvo a preguntarle a una señora qué había ocurrido, y ella le contó que el rey Carlos X había suspendido el Parlamento.
La furia y la ira flamearon en el corazón de Jean. El teatro, los diarios, los panfletos, todos tenían razón. Maldito absolutismo. El pueblo francés merecía algo mejor. Siguió corriendo.
Calles más adelante se encontró con el escenario principal del revuelo: burgueses, obreros, algunos soldados, adultos y jóvenes, se hallaban combatiendo contra las fuerzas del Rey. Jean Baptiste sacó sus armas, las cargó y se adentró en la multitud.
Es difícil explicar con exactitud lo que pasó a continuación. Todo era muy borroso. El chico se había dejado dominar por sus instintos. Disparar, ocultarse, cargar, disparar, esquivar, golpear, ocultarse, cargar. Y así sucesivamente. Todo sucedía muy rápido, no podía distinguir mucho. No sabía si iban ganando o perdiendo, él continuaba disparando a todo soldado del Rey que se entrecruzara en su camino. Estuvo a punto de ser herido en varias ocasiones. No quería ver quiénes eran los que caían, aunque en un par de momentos divisó a su panadero, o un contador de buen renombre, muertos en el suelo. Todos estaban peleando allí.
Sin darse cuenta cómo, en un momento la batalla comenzó a cesar. Y en ese instante pasó algo bastante extraño. Entre la multitud, apareció una bandera como la que habían utilizado en la Revolución de 1789, de color azul, blanca y roja. Su portadora era una mujer, que llevaba un vestido amarillo y un arma. Se dirigió corriendo hacia un montículo formado por muertos y heridos, y los miró a todos.
- ¡Hermanos!
Su voz era estridente, inspiradora y hermosa a la vez.
- ¡Hermanos! ¡Han estado luchado con honor, pasión y gloria!
Mientras la mujer hablaba, todos se preguntaban quién era, cosa que nadie sabía responder. Jean Baptiste fue caminando entre la multitud, llegando poco a poco al frente de la mujer. Su voz lo había hipnotizado, le había alimentado el alma con esperanza, le estaba dando fuerzas para seguir luchando.
-...esta lucha sí tiene sentido, no como otras en las que nos han embaucado, guerras tontas y necias; esta lucha tiene sentido porque es una pelea de Francia y por Francia! Pero no la Francia que nos representa, sino por la verdadera Francia, por nosotros, ¡por el pueblo! Todavía hay mucho por hacer, así que ¡a seguir luchando! ¡Liberté, igualité y fraternité!
La mujer giró y elevó la bandera hacia adelante, como guiando a la multitud, quienes levantaron sus armas y gritaron al compás de la mujer.
Las barricadas continuaron unos días, finalizando cuando derrocaron al Rey Carlos X y con el ascenso de Luis Felipe de Orleans al trono.
Jean Baptiste sobrevivió, y volvió con su familia. Sus padres lo reprocharon y lloraron cuando lo vieron, pero lo felicitaron y se sintieron muy orgullosos de él.
A la mujer no se la vio nunca más, aunque unos obreros encontraron su bandera clavada en los Champ de Mars, la cual pasó a ser la bandera nacional de Francia. Hay quienes dicen que aún en estos días, cuando el pueblo francés está por afrontar una batalla, se siente en las lejanías los gritos de una mujer citando el lema de la Revolución Francesa.
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La libertad guiando al pueblo - Eugéne Delacroix |